miércoles

The evening gown



Cerró la puerta, se miró la puntera de los zapatos y se giró, como embebida por el fuerte viento que soplaba esa mañana. Comenzó a caminar, era un lunes de esos en los que se debe llegar tarde porque, de lo contrario, deja de ser lunes, y deja quizás de hacer viento. La gente es hermosa cuando hace viento, el pelo se les vuela, cabriolea por el rostro jugueteando travieso. Y el cielo se vuelve rosado, como los labios brillantes de las niñas que juegan a ser mayores.

Decíamos que se volvió súbitamente y que había comenzado a caminar ¡Si la hubierais visto! En ocasiones escuchaba música para que el viaje fuese más ameno, no obstante prefirió escuchar el murmullo de sus pasos, el cambio de pie, el punta-tacón, tacón-punta. Eligió simplemente discernir cómo era ella misma y se desplazaba sibilina y cadente por el barrio, convirtiéndolo en algo más que asfalto y aceras, haciendo de la rutina ciudadana un hermoso acontecer matutino. Y lo logró, como siempre lo hacía.
Doña Carmela embolsaba  pastas azucaradas, el humo salía ufano por las chimeneas; nada cambiaba, todo se le asemejaba. Vida, belleza, alegría… ¡Si la hubierais visto! Era la blanca sonrisa dándole aliento a la mañana, cuerpo frágil de mujer, melena dorada al viento. Era perfectamente simétrica para aquel paisaje de ensueño. Una princesa con falda vaquera, un cántaro lleno de peces de río, una mañana de mayo, o de abril, un bolsillo lleno de besos. ¡Si la hubierais visto!

Cómo la miraban los pájaros, y los árboles, cómo compartían su alegría las flores que, aunque marchitas, resplandecían un poquito cuando las adelantaba. Y los gatos dejaban de dormitar para mirarla, atentos y satisfechos, más allá de todas esas criaturas que en otras dimensiones colapsaban el espacio común. El pálpito de la tierra le guiaba los pasos, todo era un trotar armonioso y contenido cuando aquel coche la despojó de su gravedad, arrancándole algunos miembros de su cuerpo y, con ellos, la vida.

¡Si la hubierais visto! Era la más dolorosa pérdida que la mañana se llevaba para siempre consigo. Los árboles culparon a los pájaros, los pájaros a las flores, las flores al viento. Las nubes se marcharon, dejando que el sol abrasara la eterna tarde que le seguía a la despedida. Las tardes, ya se sabe, están llenas de melancolía, de colores anaranjados que pretender dar calidez pero no pueden, pues algo de pesadumbre siempre permanece en ellos. Y así fue, así es, que vivimos tardes de continua aflicción desde hace mucho; ya nadie recuerda dónde comenzó tanta pérdida y tanto dolor.


lunes

Mi calle


La ciudad ya es azul a estas horas,
un azul trufado de ventanas amarillas,
como una tregua de guirnaldas
que tintinean en mitad de la espesura.
El asfalto brilla
con el frío que le ha caído encima.
Un vagabundo dormita en los soportales,
cada noche cambia de nombre
y acaricia sus manos agrietadas,
bajo la pana.

Los pocos que pasean son desconfiados.
A veces se ajustan la bufanda,
o carraspean,
por hacer algo que no sea el silencio.
Y las horas caen como melaza,
tan espesa,
por el perfil incunable de la noche.

Los coches pasan como locos
y los gatos se acurrucan en cualquier rincón
indiferentes.
Son la muestra del fútil devenir
al que diariamente estamos arrojados.
La insolencia se hacina en todas partes
porque mil crímenes se estarán cometiendo
en algún lugar, justo aquí,
en mi calle,
mientras el frío hiela árboles,
semáforos, aullidos, estaciones.