martes

a vista de pájaro


Si cierro los ojos e inspiro con fuerza, si lo hago, me parece que al abrirlos soy capaz de volar. Es extraño, pensarás, volar con sólo un minúsculo gesto de párpados, es algo propio de princesas y de cuentos ya narrados. De unicornios. Pero atento, la pericia del vuelo no se vale tan sólo de este pequeñísimo acto, en sus entresijos se esconde la alquimia del viaje, de los cielos en el atardecer encendido y estéril, de las altas horas de la noche franqueadas. Tengo que estar alerta.


Cierro los ojos y los párpados me rozan de a poco las mejillas; entonces, pongo la mirada en ese otro mundo anhelado. Pudiera ser el mundo de los que ya partieron, de los que están lejos, el mundo de lo que me resulta inalcanzable con un sencillo gesto de muñeca. Es un largo viaje, un viaje de más de dos mil kilómetros y cuando ya estoy allí, despierto a los colores, hay que llamarlos a fuerza de reminiscencias; las formas que gravitan indecisas comienzan poco a poco a acoplarse, a formar aureolas, a dar paso a los arbustos, a las calles transitadas, a los hombros, a los bigotes. Tal vez aparezca una sonrisa, pero no quiero distraerme, no quiero cambiar el paisaje. Cuando el todo sea consistente y su jornada me alcance como un rayo la garganta, y percibirlo sea un aroma de las panaderías, de los humos estentóreos, cuando sienta la rugosidad del enlosado amontonarse a fuerza bajo la suela de mis zapatos, entonces, y sólo entonces, volveré de nuevo a aquella sonrisa. A la que antes me distrajo. Volveré a ella para matizarla y darle sabor y tacto a esa boca, puedo hacerlo con la mía –me aseguro que nadie me estará mirando-, puedo dosificarla en dados de sol, en fulgurante carnosidad voluble, en obstinado banquete. Lo hago del modo que deseo, sólo basta con comenzar. Recompongo con minuciosidad cada una de sus partes: aquí los caninos, aquí la comisura angosta y recelosa, aquí la curva, aquí el beso. No descuido un sólo detalle, hacerlo me desterraría a algún paraje riguroso de difícil acceso. Una vez tengo esa sonrisa hilvanada en mi boca, hago que me hable, que me susurre algo poco importante; percibo el cálido aliento del cíclope a un escaso centímetro de mis labios y estiro ese instante tanto como deseo, sin tambalearme; soy paciente.


Puedo recorrer esa sonrisa plácidamente, sin estridencias, darle una forma hegeliana y atemporal, contemplar sus claroscuros, arrinconarla con devoción en algún cobijo de mi espalda, bajo la nuca. Una vez guardada sobre la piel, y cuando todo el contexto ya no importa más que nada, entonces abro los ojos. Lentamente. Los abro como sin querer hacerlo para comprender ese súbito vértigo que sube desde el estómago, cuando la devota sonrisa desaparece volando por la ventana y deja un estigma de frío allí donde estuvo. Entonces, sabré que ya he volado.

2 comentarios:

  1. Súbitamente he recordado la indómita expansión de átomos provocados por el deseo inherente a un beso. Entre la espera y la fragancia endocrina exhalada en el momento se concreta la energía suficiente para levitar. Gracias por hacerme recordar. ;-)

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  2. piadosas estigmas, preciosas, no en apariencia sino en alcance, pues esconden la frangancia y aroma de aquel beso sin boca, de aquel vuelo sin alas.

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