martes

Teogonía


¿Recuerdas cuando fuimos inmortales? Nada de hoy nos dolía.

Éramos de metal, de un resplandor ígneo e impracticable. Éramos infinitos, gráciles, acuáticos, plutónicos, eólicos.

Nos atraían por igual la sombra y la luz, el barro y el agua. Nos bebíamos todos los colores jamás vistos por el hombre, caminábamos sobre el aire como plumas volatilizadas. No sentíamos compasión, ni tristeza, ni alegría; nada nos destruía, la palabra nostalgia aún no se había inventado ¿Lo recuerdas?

Derribé con mi mano cientos de murallas, con la misma que elegí las rosas que había de ofrecerte. Y los deseos no eran partículas de arena escondidas, estabas presente en cualquier duna, todo el desierto eras tú mismo.
Éramos la vida, el sueño en el sueño.
Doblábamos el tiempo a nuestro antojo, los amaneceres, hasta tomábamos las olas del mar con las dos manos y dibujábamos una lluvia que había de ser el fuego, y las llanuras, y el ladrido de un perro invisible. Algunas noches cantábamos al unísono, como dioses titánicos reinventando los idiomas, y en tus pupilas vibraba sin descanso una eterna supernova; era lo único que me estremecía en el universo.

Entonces, dejabas ver mi lado más mortal y débil, las grietas de los siglos en mis manos y, sin darme apenas cuenta, la luz se nos fue. Nos perdimos en mitad del tiempo detenido, condenados a la soledad más opaca ¿Lo recuerdas?

Descargué mi ira en los volcanes de mil mundos, yo, que había visto con mis ojos tantas realidades, debía consumirme en la única que te me había robado. Y allí me convertí en la rosa que una noche te ofrecí, sobre lo perecedero, sabiendo que tendría que luchar contra todo lo que un día habíamos inventado.



(Imagen tomada por el telescopio Hubble)

miércoles

Díptico al amor

I

Nunca te canses de mi. Le decía. Acariciaba con un dedo la palma de su mano, con la frente llena de estrellas, con el silencio. Que nunca te canses de mi, le decía, y algo sucumbió en lo alto de la noche, quizás un chisporroteo, una mácula de esperanza que candorosa se desvanecía allá arriba, en mitad de la nada, donde no la vieron caer. Yo no la vi. Nunca, nunca jamás, te digo, te canses de mi. Le decía. Y las manos le temblaban de caricias aún por regalar. Una mirada profusa, una intensa inhalación, frente a frente, en aquel rincón nocturno que siempre les aguardaba. Será que se les hizo de noche cuando aún soñaban con atardeceres, que las horas pasaban tan deprisa. Alguien diría que el reloj no era un buen amigo. Nunca te canses de mi, que no se te acaben los besos. Le decía. Debieron ser tantas cosas, al otro lado de sus pestañas, sucediendo incesantemente, un salpicar inagotable que ya se desbordaba por las ventanas. Y no alcanzaron a verlo. Yo no lo vi.


II

Todo cuánto siempre quise conocer, comprendí que lo habías guardado contigo.



Un poema de despedida o algo que se le pudiera parecer


A veces no te comprendo
y es algo que se repite con frecuencia en estos días.
Hablas con telegramas, en lenguas desconocidas,
hablas de mundos y primaveras que jamás visitaré y que son tu hogar.
Después, tropiezas con mi sonrisa que se amontona en cualquier parte,
pero el genio se te ha trocado
y pataleas allá dónde yo cultivaría un árbol.

Es una estupidez, no me lo digas, quejarme de la lentitud en las nubes,
sobornar a un pájaro para que no muera.
Pero yo nací en ese río donde arrojas tu desesperación,
deja ya que los peces sean mis amigos.

Quizás fue que nunca me conociste.
Lo que tú y yo hemos sido tal vez sea parte de lo extraño,
que comparten besos, mentiras, pero extraños,
cada uno sumergido en su vorágine, tan desconocidos.  
Ya te cuento
que me gusta leer a perpetuidad,
que me enamoran en las posdatas
donde alguien explica lo pequeño y hermoso
de esta vida que me estás arrebatando.
Pese a ello me buscas, es pura inercia.
No esperes que te acompañe al fondo del precipicio.

(Imagen: Viajero junto al mar de niebla. Caspar David Friedrich) 

martes

Díptico al mar

I

Hubo un tiempo en el que criaturas poliédricas y de enorme envergadura habitaron las llanuras fértiles y ribereñas. Crearon sus hogares mediante la acumulación de poliperos de gran variedad colorífica, cuyas paredes moteaban sobre el aire un aroma salino y hediondo cuando el sol las malograba en la tarde. Ocupaban los días cultivando algas en la costa, otros confeccionaban ropajes con las hebras vegetales del barbecho. Los niños acudían a la lección matinal y jugaban a escaparse y a intercambiar moluscos deshabitados, que secaban al sol para pintarlos luego con excéntricas efigies. Por las noches entonaban letanías en favor de las mareas y comían sin descanso frutos ácidos en la hojarasca.


II

Hoy, caminas anónimo a la orilla de esa playa tuya, dejas que los pies se te desaparezcan en la marea. El agua te hace tropezar con algo, es una caracola y adviertes que está dibujada. Seguramente no lo entenderás.



domingo

Genealogía del "estar aquí y en tantos otros lugares"

Has venido para ser una tarde de noviembre, porque noviembre es el mes en el que yo debí nacer. Con el otoño y su caricia ámbar de hojas. El ámbar me interesa, tiene algo de ciudad nocturna, de caramelos y miel (y ahora me viene el relámpago de la niñez, a la verita de mi abuela tostando azúcar entre fogones). Ya te espero con ternura en ese banco, en alguna calle que nos verá pasar.
Has venido, yo no sé, contrario a todas mis plegarias. Atea por convicción; también es ese un modo de fe.

(La imagen, tan bonita, es un óleo de Leonid Afremov)

jueves

Pensamiento Circular


...
En tardes como la de hoy, alguien está luchando por salvar al mundo de su torpeza, y le vienen mil imágenes a las sienes, se agita, se las sacude de encima como hojas de otoño. Pero las imágenes no caen, se aferran, se aferran... Es, en tardes como la de hoy, que alguien añora lo que perdió y siente el vacío mordiéndole las entrañas. Se rebela, se revuelca, pero nada hace desaparecer la intensidad que se le empoza allá adentro.

Las cosas que hacen daño nunca se sabe exactamente cómo empiezan, pero el dolor es persistente y nadie sabe desalojarlo. El mío, mi dolor, ha horadado un rinconcito, entre el azul y el amarillo, al lado de tu memoria. Mientras alguien, en algún lugar del mundo, se afana por recoger el trigo antes del acoso nocturno, yo me inquieto. No sé si por él, acaso por todas las cosas que suceden esta tarde.

No sé cuánto tiempo querrá quedarse -retomando el asunto de mi dolor-, o si desea envejecer conmigo. Al comienzo, cuando llegó, no fue una gran noticia. Resultaba bastante molesto, me impedía conciliar el sueño, me obligaba a morderme las uñas, a mover las piernas en un frenético inconsciente. Ahora ya lo he domesticado, se recuesta junto a mi almohada, me susurra consejos difíciles de seguir; es un amigo extraño, pero yo de momento le estoy siguiendo el juego. Le dije que se marchase, que probase suerte en otros corazones más jugosos, repletos de historias por aniquilar. Pero no quiere, me ha dicho que en el mío tiene un lecho y echarle, sería como expulsar a alguien de su hogar. Esas cosas no se hacen. Le dejaré un tiempo más, quizás un día se aburrirá de hablar siempre de lo mismo y, cuando la noche me arrebate la conciencia, se irá, dejando un sendero yermo y frío.

En cierta manera y a pesar de todo, adoro estas tardes de Wim Mertens y soledad, en la austeridad de mi casa, que escasea por todos los rincones de mobiliario y decoración; con goterones de pintura aún por rascar, con cables que se empeñan en tropezarse conmigo. No me importa. He aprendido a disfrutar de este pequeño y caótico universo. Y mientras, la televisión. Tan irónica, con sus animales de sabana abandonados a la rutina de su vida salvaje. Qué gran tópico de la sobremesa.

La tarde mejora después, cuando alguien se cita con algún amigo y descubre en un instante que la vida es eso, reconocerte en lo que les ocurre a los demás. Y si no se reconoce, querido mío, entonces ya está perdido. Nadie es imprescindible, ni único, ni eterno. Muchas veces me han dicho que yo era especial, no incluyo las declaraciones de mi madre. Muchas veces, no sé exactamente el objetivo. Y no lo confieso en un alarde de egocentrismo, ni muchísimo menos. Me pregunto siempre ¿Qué intención hay? Si satisfacerme, errados vamos. Si conquistarme, amigo... Eso no es más que una piedra difícil luego de sortear. Si charlatanear, que es lo que sospecho, ahorrémonos el momento. Al final se vuelve incómodo, más cuando se demuestra que todo queda en nada, y que a la nada se precipita todo lo que hubo.

Seamos claros, seamos sinceros. No necesito un hombre que me diga, ahora, lo maravillosa que siempre fui mientras él se perdía en sus noches de ginebra e indiferencia. Tampoco necesito un hombre que me regale el cielo un día, para arrebatármelo cuando el sol despunta, con excusas de trabajo, de mapas, de teléfonos, de mensajería instantánea que nunca llega o se demora, siempre por cuestiones del azar. De verdad, no lo necesito.

Si algo concluyo de todo esto es que he aprendido a valorar la soledad de mi hogar. Poder perderme tras las persianas adormiladas, los zapatos despojados por el suelo, las fotografías que me observan con cautela. La cadencia de todas mis cosas y un angelito con nieve encerrado en una bola de cristal. Y me gusta. En este universo me siento cómoda. Cuando el dolor decida marcharse quizás también lo hará la soledad, quizás se abrirán nuevos caminos, nuevas voces. Quizás vendrán otros para pedirme los sueños y yo se los volveré a dar. Se los volveré a dar.


domingo

La dormeuse



La tarde le cayó sobre los hombros, como si el peso de la luz le hubiera besado lentamente sobre la espalda. De forma consciente advirtió el pálpito de su cuerpo en un leve temblor de las pupilas: agotamiento, y se dejó caer sobre la cama, embriagada por aquella dulce marea que le adormeció los brazos, le atrapó el pecho y la cubrió en su totalidad. La vista se le emborronaba −Adiós tarde soleada, sólo distingo la luz que impregna todo en derredor. Y se disipa, se disipa toda... Oscuridad.

Despierto con las mejillas tibias, todavía soy consciente del palpitar que me mantiene con vida, todo dormita lejano, hueco, vacío de tiempos. Parece que estuviera allí dispuesto por puro azar, sin contemplaciones sobre la historia. Y mis ojos se alinean con nimios destellos solares que aún escapan de la cortina y viajan por la habitación. Entonces llegas, no alcanzo a verte pero sé que estás allí. Te acomodas en mi espalda, como la luz, y me susurras algo. Y empezamos a decirnos tantas cosas en recónditos idiomas, utilizando los lenguajes que aprendimos en algún lugar. La tarde va muriendo entre nosotros, se deja hacer como si no le doliera, como si no fuéramos conscientes de nada más que ese tiempo interno que nos marca ahora una palabra, ahora un beso.



miércoles

The evening gown



Cerró la puerta, se miró la puntera de los zapatos y se giró, como embebida por el fuerte viento que soplaba esa mañana. Comenzó a caminar, era un lunes de esos en los que se debe llegar tarde porque, de lo contrario, deja de ser lunes, y deja quizás de hacer viento. La gente es hermosa cuando hace viento, el pelo se les vuela, cabriolea por el rostro jugueteando travieso. Y el cielo se vuelve rosado, como los labios brillantes de las niñas que juegan a ser mayores.

Decíamos que se volvió súbitamente y que había comenzado a caminar ¡Si la hubierais visto! En ocasiones escuchaba música para que el viaje fuese más ameno, no obstante prefirió escuchar el murmullo de sus pasos, el cambio de pie, el punta-tacón, tacón-punta. Eligió simplemente discernir cómo era ella misma y se desplazaba sibilina y cadente por el barrio, convirtiéndolo en algo más que asfalto y aceras, haciendo de la rutina ciudadana un hermoso acontecer matutino. Y lo logró, como siempre lo hacía.
Doña Carmela embolsaba  pastas azucaradas, el humo salía ufano por las chimeneas; nada cambiaba, todo se le asemejaba. Vida, belleza, alegría… ¡Si la hubierais visto! Era la blanca sonrisa dándole aliento a la mañana, cuerpo frágil de mujer, melena dorada al viento. Era perfectamente simétrica para aquel paisaje de ensueño. Una princesa con falda vaquera, un cántaro lleno de peces de río, una mañana de mayo, o de abril, un bolsillo lleno de besos. ¡Si la hubierais visto!

Cómo la miraban los pájaros, y los árboles, cómo compartían su alegría las flores que, aunque marchitas, resplandecían un poquito cuando las adelantaba. Y los gatos dejaban de dormitar para mirarla, atentos y satisfechos, más allá de todas esas criaturas que en otras dimensiones colapsaban el espacio común. El pálpito de la tierra le guiaba los pasos, todo era un trotar armonioso y contenido cuando aquel coche la despojó de su gravedad, arrancándole algunos miembros de su cuerpo y, con ellos, la vida.

¡Si la hubierais visto! Era la más dolorosa pérdida que la mañana se llevaba para siempre consigo. Los árboles culparon a los pájaros, los pájaros a las flores, las flores al viento. Las nubes se marcharon, dejando que el sol abrasara la eterna tarde que le seguía a la despedida. Las tardes, ya se sabe, están llenas de melancolía, de colores anaranjados que pretender dar calidez pero no pueden, pues algo de pesadumbre siempre permanece en ellos. Y así fue, así es, que vivimos tardes de continua aflicción desde hace mucho; ya nadie recuerda dónde comenzó tanta pérdida y tanto dolor.


lunes

Mi calle


La ciudad ya es azul a estas horas,
un azul trufado de ventanas amarillas,
como una tregua de guirnaldas
que tintinean en mitad de la espesura.
El asfalto brilla
con el frío que le ha caído encima.
Un vagabundo dormita en los soportales,
cada noche cambia de nombre
y acaricia sus manos agrietadas,
bajo la pana.

Los pocos que pasean son desconfiados.
A veces se ajustan la bufanda,
o carraspean,
por hacer algo que no sea el silencio.
Y las horas caen como melaza,
tan espesa,
por el perfil incunable de la noche.

Los coches pasan como locos
y los gatos se acurrucan en cualquier rincón
indiferentes.
Son la muestra del fútil devenir
al que diariamente estamos arrojados.
La insolencia se hacina en todas partes
porque mil crímenes se estarán cometiendo
en algún lugar, justo aquí,
en mi calle,
mientras el frío hiela árboles,
semáforos, aullidos, estaciones.