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En tardes como la de hoy,
alguien está luchando por salvar al mundo de su torpeza, y le vienen
mil imágenes a las sienes, se agita, se las sacude de encima como
hojas de otoño. Pero las imágenes no caen, se aferran, se
aferran... Es, en tardes como la de hoy, que alguien añora lo que
perdió y siente el vacío mordiéndole las entrañas. Se rebela, se
revuelca, pero nada hace desaparecer la intensidad que se le empoza
allá adentro.
Las cosas que hacen daño
nunca se sabe exactamente cómo empiezan, pero el dolor es
persistente y nadie sabe desalojarlo. El mío, mi dolor, ha horadado
un rinconcito, entre el azul y el amarillo, al lado de tu memoria.
Mientras alguien, en algún lugar del mundo, se afana por recoger el
trigo antes del acoso nocturno, yo me inquieto. No sé si por él,
acaso por todas las cosas que suceden esta tarde.
No sé cuánto tiempo
querrá quedarse -retomando el asunto de mi dolor-, o si desea
envejecer conmigo. Al comienzo, cuando llegó, no fue una gran
noticia. Resultaba bastante molesto, me impedía conciliar el sueño,
me obligaba a morderme las uñas, a mover las piernas en un frenético
inconsciente. Ahora ya lo he domesticado, se recuesta junto a mi
almohada, me susurra consejos difíciles de seguir; es un amigo
extraño, pero yo de momento le estoy siguiendo el juego. Le dije que
se marchase, que probase suerte en otros corazones más jugosos,
repletos de historias por aniquilar. Pero no quiere, me ha dicho que
en el mío tiene un lecho y echarle, sería como expulsar a alguien
de su hogar. Esas cosas no se hacen. Le dejaré un tiempo más,
quizás un día se aburrirá de hablar siempre de lo mismo y, cuando
la noche me arrebate la conciencia, se irá, dejando un sendero yermo
y frío.
En cierta manera y a
pesar de todo, adoro estas tardes de Wim Mertens y soledad, en la
austeridad de mi casa, que escasea por todos los rincones de
mobiliario y decoración; con goterones de pintura aún por rascar,
con cables que se empeñan en tropezarse conmigo. No me importa. He
aprendido a disfrutar de este pequeño y caótico universo. Y
mientras, la televisión. Tan irónica, con sus animales de sabana
abandonados a la rutina de su vida salvaje. Qué gran tópico de la
sobremesa.
La tarde mejora después,
cuando alguien se cita con algún amigo y descubre en un instante que
la vida es eso, reconocerte en lo que les ocurre a los demás. Y si
no se reconoce, querido mío, entonces ya está perdido. Nadie es
imprescindible, ni único, ni eterno. Muchas veces me han dicho que
yo era especial, no incluyo las declaraciones de mi madre. Muchas
veces, no sé exactamente el objetivo. Y no lo confieso en un alarde
de egocentrismo, ni muchísimo menos. Me pregunto siempre ¿Qué
intención hay? Si satisfacerme, errados vamos. Si conquistarme,
amigo... Eso no es más que una piedra difícil luego de sortear. Si
charlatanear, que es lo que sospecho, ahorrémonos el momento. Al
final se vuelve incómodo, más cuando se demuestra que todo queda en
nada, y que a la nada se precipita todo lo que hubo.
Seamos claros, seamos
sinceros. No necesito un hombre que me diga, ahora, lo maravillosa
que siempre fui mientras él se perdía en sus noches de ginebra e
indiferencia. Tampoco necesito un hombre que me regale el cielo un
día, para arrebatármelo cuando el sol despunta, con excusas de
trabajo, de mapas, de teléfonos, de mensajería instantánea que
nunca llega o se demora, siempre por cuestiones del azar. De verdad,
no lo necesito.
Si algo concluyo de todo
esto es que he aprendido a valorar la soledad de mi hogar. Poder
perderme tras las persianas adormiladas, los zapatos despojados por
el suelo, las fotografías que me observan con cautela. La cadencia
de todas mis cosas y un angelito con nieve encerrado en una bola de
cristal. Y me gusta. En este universo me siento cómoda. Cuando el
dolor decida marcharse quizás también lo hará la soledad, quizás
se abrirán nuevos caminos, nuevas voces. Quizás vendrán otros para
pedirme los sueños y yo se los volveré a dar. Se los volveré a
dar.
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