miércoles

Díptico al amor

I

Nunca te canses de mi. Le decía. Acariciaba con un dedo la palma de su mano, con la frente llena de estrellas, con el silencio. Que nunca te canses de mi, le decía, y algo sucumbió en lo alto de la noche, quizás un chisporroteo, una mácula de esperanza que candorosa se desvanecía allá arriba, en mitad de la nada, donde no la vieron caer. Yo no la vi. Nunca, nunca jamás, te digo, te canses de mi. Le decía. Y las manos le temblaban de caricias aún por regalar. Una mirada profusa, una intensa inhalación, frente a frente, en aquel rincón nocturno que siempre les aguardaba. Será que se les hizo de noche cuando aún soñaban con atardeceres, que las horas pasaban tan deprisa. Alguien diría que el reloj no era un buen amigo. Nunca te canses de mi, que no se te acaben los besos. Le decía. Debieron ser tantas cosas, al otro lado de sus pestañas, sucediendo incesantemente, un salpicar inagotable que ya se desbordaba por las ventanas. Y no alcanzaron a verlo. Yo no lo vi.


II

Todo cuánto siempre quise conocer, comprendí que lo habías guardado contigo.



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