martes

diez, quizá once


Once lunas, acompañadas de once gatos negros, es todo lo que encontraron en su habitación y no necesitaron más. Nunca advirtieron molestias ni ruidos procedentes de su casa, era una mujer silenciosa, silenciosa hasta el extremo de no alterar el aleteo de los pájaros cuando se posan en la ventana, de caminar con pies lanosos y acariciar los pomos de las puertas con una dulzura de muñeca de algodón. Vagaba por las calles como el viento lo hace a ráfagas, tan invisible; se sabía de su presencia por el aroma a azahar que desprendía, por la quietud con que ocupaba ese hueco rosáceo en mitad del vacío. Nunca la escucharon hablar, asentía con las pestañas y sonreía cuando todo era correcto; de lo contrario, se desvanecía en un aura de misteriosa melancolía que muy pocos, tal vez nadie, conseguían desvanecer. Sus vecinos desconocían las ocupaciones de la mujer, pero por su rostro la imaginaban rodeada de niños en alguna escuela infantil, con las mejillas llenas de colores y un babero de rayas y puntillitas en los bolsillos. También podría dedicarse a la pintura, quizás era una artista reconocida en las grandes ciudades del mundo, o bien la masajista de un balneario en la montaña, o una cazadora de sueños. De cualquier modo su rostro, sus manos de nata y aquella sonrisa silvestre auguraban una apaciguante vida colmada de templanza con estrellas de Belén y compasión. Frente a su casa vivía una anciana observadora que siempre la miraba por encima de sus gafitas al llegar al hogar, con tumultuosas compras de supermercado, y la hacía en su cocina, entre abruptas columnas de cacharros y utensilios delante de unas cortinas rojas y blancas, con melocotones en un frutero junto al horno donde preparaba bizcochos, y galletas, y pastissets de boniato para el invierno. La imaginaba destartalada y serena, como una princesa en su torre, caminando descalza sobre un suelo de parquet que limpiaba con cariño para mantenerlo suave y brillante. El casero había coincidido con ella en dos ocasiones; la primera vez se cruzaron en el portal cuando ella marchaba Dios sabía dónde, no reparó en su presencia y simplemente la contempló alejarse más allá de la crisálida. La última vez fue ese mismo día, en la mañana que la apresaron, creyó verla en la ventana distraída con el tráfico aéreo, pensó que tenía un bonito perfil y que besar su cuello debía ser como una presión suave y cálida que reconforta. Al entrar de nuevo en la casa, encontró sus fotografías agolpando todos los rincones: aquí los amigos, aquí la familia y algún personaje poco destacado, todo hasta perderse en la imagen del balcón, que le recordaba lo hermosa que la había visto esa mañana. Se le emborronaron los ojos con aquel resplandor y ahora sólo distinguía la verja del balcón a contraluz, mientras escuchaba a los guardias hacer comentarios sobre los cuerpos allí abandonados, cubiertos por frías capas de plástico negro que les aislaban del espanto. Se volteó un segundo y en mitad de aquel despropósito de sangre contó al azar; debían ser diez, quizá once.

1 comentario:

  1. todos escondemos una rosa debajo del pecho. Y lo curioso aquí es que muchas veces no sabemos de qué color es, aunque lo intuyamos.

    La de esa muchacha, no era blanca, ni roja, ni amarilla siquiera como muchos creían. La de esa muchacha era negra.

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